La mayor objeción que se escucha a los diálogos de paz de La Habana entre el Gobierno colombiano y la guerrilla de las Farc es el temor a la impunidad.
La
esgrimen por igual los enemigos del proceso y los amigos más prudentes. Pero si
en unos es una manera de torpedear el diálogo, otros están sinceramente
interesados en que la paz no signifique borrar las culpas y los crímenes,
olvidar la búsqueda de la verdad de las atrocidades de la guerra, ni abandonar
la reparación de las víctimas.
Hay
que situar los debates jurídicos en el horizonte de la sociedad y de la
historia, si queremos la superación verdadera de los males. Y resulta evidente
que el castigo no es la única forma posible de reparación de los daños que se
le han hecho a una sociedad.
La
justicia de muchos países a veces permite que un delito sea olvidado sólo
porque el denunciante retira su demanda, otras veces concede indultos y
excarcelaciones a cambio de fianzas o de información para los cuerpos de
seguridad. La justicia no está allí gobernada por el mero deseo de venganza o
castigo, sino por la intención pragmática de que los daños se corrijan, y de
que la lucha general contra la ilegalidad obtenga de esos acuerdos algún
beneficio.
Lo
más importante es tener en cuenta las condiciones históricas. No se puede
tratar igual a los que han sido derrotados en el campo de batalla, que a
quienes acceden a dialogar para poner fin a una guerra salvaje. Algunos olvidan
que para hacer caer todo el peso de la ley sobre unos reos e imponerles severas
condenas habría sido necesario derrotarlos primero. Si esa derrota no se ha
dado, o tardaría demasiado en darse: si las guerrillas siguen siendo un poder
alzado en armas capaz de afectar a la sociedad y de imponer al Estado gastos
cuantiosos y esfuerzos bélicos enormes, la voluntad de dialogar, la decisión
sincera de abandonar las armas y reintegrarse a la vida civil tendrían que
tener el valor de actos reparatorios.
Porque
si bien la búsqueda de la verdad y la reparación de las víctimas son cosas
fundamentales, hay algo que no podemos olvidar: que cuando la guerra aún está
viva, cuando el conflicto es todavía un hecho cotidiano, no sólo hay que pensar
en las víctimas que fueron sino también en las víctimas que serán. Evitar la
prolongación de un conflicto que le ha costado a la sociedad incontables
dolores, es también un acto de reparación.
Un
embajador europeo nos recordaba hace poco la famosa frase de un guerrillero
cuando se suspendieron los diálogos hace diez años: “Nos vemos dentro de veinte
mil muertos”. Lo que se olvida cuando se suspenden los diálogos es que cada día
de guerra significa muertos, destrozos, cuantiosos recursos públicos invertidos
y multiplicación de los sufrimientos de las víctimas. Nadie ha hecho el censo
de los jóvenes de todos los ejércitos que han muerto en esta guerra, pero nadie
ignora que aquí se ha sacrificado a más de una generación.
No
se trata simplemente de “la guerra terminó, ahora castiguemos a quienes la
hicieron”. Se trata de “la guerra está viva, impidamos que siga cobrando vidas
y multiplicando víctimas”. Esa es la diferencia entre un mero juicio de
responsabilidades y un acuerdo de voluntades. Es justo examinar si la sociedad puede
atenuar sus exigencias de castigo a cambio del beneficio comprobable de la
terminación del conflicto, de evitar una multiplicación de sufrimientos y de
víctimas.
Es
ahí donde las soluciones jurídicas tienen que ceder su lugar a las decisiones
políticas. Decisiones que tienen su valor, no en el campo limitado de la ley
positiva, sino en el campo más amplio y complejo de la justicia y del espíritu
de las leyes, que no están para ser aplicadas a ciegas, sino para ser
interpretadas atendiendo a los principios de la justicia y del bien superior de
la comunidad.
Nuestras
cárceles están llenas de personas que en su mayoría han violado la ley, pero no
suele examinarse qué tanto la sociedad cumplió primero con el deber de
garantizarles a esas personas un horizonte de legalidad para sus vidas. Es
frecuente en países como el nuestro que el Estado incumpla su deber sagrado de
brindar oportunidades y garantizar derechos a los ciudadanos, pero se sienta
autorizado a juzgar con severidad a esos seres a los que nunca ofreció
garantías.
Si
hay negociación, es porque el Estado admite que unos fenómenos sociales
abrieron camino a la insurgencia y a la guerra, y que es necesario obrar
cambios para que la realidad no siga siendo un surtidor de violencias.
Más
importante que lo que en la mesa obtengan los bandos en pugna, es lo que pueda
obtenerse para la comunidad. Colombia vivió a comienzos de los años sesenta,
gracias al pacto que entregó el poder exclusivamente a liberales y a
conservadores, una breve primavera de paz que deberíamos recordar. Muy pronto
descubrimos que demasiada gente había quedado por fuera del orden social de ese
bipartidismo excluyente, y nadie emprendió entonces un proceso de reparación
verdadera.
Ojalá
este acuerdo posible entre los guerreros abra camino a una primavera de
inclusión, de creatividad y de apertura al mundo. Varias generaciones llevan
décadas de zozobra y de anormalidad esperando que esa puerta se abra, y que
Colombia muestre al mundo su verdadera riqueza humana. La firma de ese acuerdo
podría abrir para el país horizontes históricos.
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