Por: Érick Camargo Duncan /
Especial para El Espectador
El 28 de abril de 1983, Jaime Bateman Cayón, en ese momento máximo líder
del M-19, abordó la avioneta de su mal destino. Hoy, 30 años después de ese
fatídico viaje
que impuso su ausencia, sigue siendo un personaje devorado por la leyenda. Por
años fue el hombre más buscado del país y nunca pudieron capturarlo. Su
historia constituye un legado con una carga adicional de misticismo y de valor.
Nacido el 23 de abril de 1940, bajo la brisa fresca de las dos de la
madrugada en Santa Marta, el grito inaugural de su vida fue tan fuerte que su
madre Clementina lo exaltó siempre como su primer gesto de rebeldía. La marca
de un revolucionario caribeño que nunca fue un marxista dogmático, es más, que
nunca creyó en los dogmas, porque siempre confió en el poder del corazón.
Vivió con la certidumbre de que nunca iban a capturarlo por la cadena de
afectos que rodearon su ser. El talismán de su madre y sus hermanos, la
solidaridad de sus amigos, los amores que lo inmortalizaron. Varias veces lo
dieron por muerto en combate y hasta llegaron a la casa de su madre a dar la
noticia. Ella, con su sabiduría enigmática, siempre replicó: “No le ha pasado
nada. Se equivocaron de muerto”.
A los ocho años, cuando regresaba del colegio, lo atropelló una camioneta.
Fractura abierta en la tibia de la pierna derecha fue el diagnóstico. Por un
errado procedimiento médico casi la pierde. Esa herida, que le costó apremios
en el monte o tratamientos eternos en la Unión Soviética, llegó a ser un rasgo
inequívoco de su identidad, pero caló profundo en su carácter porque debido a
ella leyó más que nunca.
Los discursos de Gaitán, su intervención en el Congreso para recriminar a
la Nación y al Ejército por la masacre del 6 de diciembre de 1928 en la zona
bananera, su voz que fue la del pueblo y fue silenciada el triste 9 de abril de
1948. El personaje central mientras curaba su herida, que siempre fue la señal
para cualquier militar, que ante la más leve sospecha intentó descubrirlo por
su cicatriz legendaria.
Como la mayoría de jóvenes de su época en Santa Marta, pasó por el Liceo
Celedón, pero lo echaron. Por los mítines en los que empezó a participar y por
haber corrido a un profesor en calzoncillos que le había puesto cero en un
examen por hacer copia. Radicado en Bogotá, pronto encontró el lugar de su
destino: la Juventud Comunista.
Su ascenso fue tan rápido que Manuel Cepeda, entonces directivo del Partido
Comunista, constató que era el hombre adecuado para acompañar al cura Camilo
Torres. Alguna vez lo hizo al popular sector de San Victorino y en medio del
alboroto sucedió algo inesperado. Camilo Torres terminó encerrado en un local y
él dándose trompadas con los policías. Algunos días de convalecencia y de nuevo
al agite.
Fue comunista a secas y guerrillero de las Farc, pero siempre creyó que el
marxismo sólo tenía vigencia si se adecuaba a la cultura colombiana, y mucho
más a la caribeña. Por eso fue irreverente y, por ejemplo, a la hora de cambiar
de rumbo, ideó publicar avisos en la prensa que confundieron la aparición del
M-19 con un vermífugo de moda. Orlando Fals Borda, padre de la sociología en
Colombia, lo dijo: Bateman humanizó la guerra. Sólo fue comparable a los
generales costeños del siglo XIX que llegaban borrachos a los combates y
perdonaban a sus prisioneros.
Todo el que lo conoció se sorprendió por su carácter. Fidel Castro, que se
preciaba de conocerlos a todos, llegó a decir que pocos líderes revolucionarios
lo habían impactado tanto como Bateman. En alguna ocasión hablaron toda una
tarde mientras nadaban como viejos amigos en Playa Girón. El presidente de
Panamá, Omar Torrijos, lo escuchó parlar una noche entera y salió diciendo que
Colombia tenía una oportunidad excepcional con Jaime Bateman.
En las reuniones más insólitas aparecía como un fantasma. Un día Gabriel
García Márquez andaba por Bogotá buscando hacer una crónica sobre la última
semana del cura Camilo Torres antes de partir a la selva y terminó con Bateman.
“Yo a ti te conozco, tú estabas en la casa de Teodoro Petkoff en Caracas una
vez”, le expresó el escritor. Bateman lo negó por seguridad, pero luego comentó
en privado: “¡Que memoria la de este tipo! De esa reunión no podía saber
nadie”.
Ya desde entonces, cargando el fardo de excomunista y exguerrillero,
comenzó a obsesionarse con los diálogos de paz, a los que en su visión caribeña
denominó el “sancocho nacional”. Es decir, sentarse a la misma mesa con Turbay,
con Galán, con García Márquez, y entre todos discutir los problemas de fondo
del país más desigual de América Latina. Un sancocho que nunca concretó, pero
cuya esencia se vio en la Constituyente de 1991.
Un sueño frustrado que en palabras del escritor Alfredo Molano en 2010, a
propósito de la conmemoración de los 30 años de la toma a la Embajada de
República Dominicana en 1980, significó demasiado. “De haberse concretado aquel
idílico sancocho, se habría evitado la tragedia del Palacio de Justicia, el
exterminio de la Unión Patriótica, 25.000 desaparecidos, cementerios secretos,
falsos positivos, motosierras, toda la sangre y las mentiras que han
estremecido al país.
El 23 de abril de 1983, Jaime Bateman cumplió 43 años. Cuatro días después
abordó la avioneta de su mal destino. Supuestamente el presidente Belisario
Betancur iba a reunirse con él para dialogar sobre la paz. Ni las premoniciones
de sus amigos, ni su interés repentino por reencontrarse con sus afectos y sus
amores, ni el mal clima reinante, nadie logró persuadirlo de no embarcarse.
La avioneta monomotor Piper iba pilotada por el excongresista Antonio
Escobar, samario y amigo de la familia Bateman. Despegó a las 7:45 de la mañana
del aeropuerto Simón Bolívar de Santa Marta. Su destino final era el aeropuerto
civil de Paitilla, en Panamá. Lo acompañaban Nelly Vivas y Conrado Marín. Ella,
bióloga de profesión y caleña de origen. Él, campesino del Caquetá, amnistiado
por Betancur y de nuevo en las filas de la guerrilla.
“Estoy ascendiendo a 9.000 porque tengo un tiempo un poco malo abajo, logro
ver algunos huecos, pero si tú me localizas por el radar me podrías indicar qué
ruta o qué rumbo coger para tu estación o Paitilla. Te informo que no tengo
Transponder”, informó el piloto. Desde ese anuncio se configuró el desastre. No
fueron detectados con prontitud en el radar del controlador y no se pudo
sugerir una ruta. Solo seguir ascendiendo. Luego la señal se interrumpió para
siempre.
Las labores de búsqueda de la avioneta fueron incesantes. La Aeronáutica
Civil de Panamá exploró el área durante ocho días. El piloto personal de
Torrijos participó en la operación. La familia de Antonio Escobar destinó
recursos para insistir en la búsqueda, el M-19 envió patrullas a la zona y
transitó por la selva durante 70 días. Todos confiaban en la inmortalidad de
Jaime Bateman. Hasta los indígenas kunas decidieron sumarse a la desesperada
empresa.
Después de tres meses de minuciosa búsqueda sin resultados convincentes, el
M-19 emitió un comunicado público en el que aceptó la desaparición de su máximo
líder. Lo hizo para reivindicar la vigencia de su lucha y para cortarles el
vuelo a las especulaciones que decían o que había muerto en el Caquetá o que se
había fugado con los fondos del movimiento para irse a vivir como un rey a
Europa.
Nueve meses después del fatídico viaje, finalmente los indígenas kunas
reportaron el hallazgo de la avioneta. El rescate de los restos y de los
objetos que quedaron terminó de despejar dudas. Encontraron un casete con las
canciones de Celina y Reutilio que le encantaban a Bateman, una máquina de
escribir, sus zapatos torcidos con las plantillas de siempre y un ejemplar con
hojas desperdigadas del libro que siempre mandó a leer a sus amigos: Cien años
de soledad.
La prueba definitiva la aportó el informe del forense con el registro de su
herida eterna marcada en el hueso de su pierna derecha. En tres cajas metálicas
forradas en terciopelo rojo fueron llevados a Santa Marta los restos de Nelly
Vivas, Conrado Marín y Bateman. El 21 de febrero de 1984 los recibió Clementina
en el aeropuerto. Lo que pasó después aún se recuerda. Un entierro sin
precedentes donde los acordeoneros pobres entonaron una y otra vez el vallenato
“La ley del embudo”, que Bateman patentó como himno del M-19.
Después de 30 años, la leyenda Jaime Bateman sigue intacta, cabalgando en
la historia con el mismo desparpajo de quien la encarnó en la guerra cuando fue
necesaria y en la lucha por la paz cuando se hizo obligatoria. El sancocho
nacional al que no pudo asistir, pero que quedó impreso en la historia que hoy
reseña como una buena parte de sus compañeros de lucha pudieron concretar el
sueño de la paz, y sellarla con la firma de una constitución incluyente en la
que quedó su legado.
Tomado del El Espectador. 27 Abril de 2013
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