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Juan Manuel Ospina. Ex- Director del Instituto Colombiano para el Desarrollo Rural INCODER |
Los campesinos en general y los colonizadores en particular son colombianos de segunda o inclusive simples guerrilleros, como los tildan? Entender lo campesino –en lo económico, social, cultural y aún político- en el mundo de la modernidad capitalista (y socialista) es conflictivo.
Para unos, liberales clásicos y marxistas, los campesinos son “rezagos de la
sociedad tradicional” sobreviviendo en un mundo donde reinan los mercados y el
capital. Estarían condenados a desaparecer transformados en obreros, agrícolas
o urbanos. Otros críticos de esa modernidad capitalista, ven en los campesinos,
junto con las consejos comunitarios afro y resguardos indígenas, a poblaciones
“que resisten” el avance de las fuerzas homogenizadoras del capital, que todo
lo reducen a competitividad y conquista ilimitada de mercados.
Antimodernidad que combinada con el auge de la democracia directa (“la
participación ciudadana”) y del ambientalismo, constituye el núcleo de una
izquierda agrarista que cree en el rescate de la tradición y las culturas
autóctonas, defiende lo local y comunitario por encima de lo estatal, la
familia como el núcleo de la economía campesina, lo vecinal en contraposición
al cosmopolitismo de la modernidad capitalista. Una visión que tiene más en
común con el hippismo de los 70, el conservatismo clásico de un Edmund Burke o
las encíclicas papales, que con el marxismo propiamente dicho.
Colombia como ningún otro país americano, tiene un alma y un sustrato
campesino que es su matriz como sociedad, vigente frente a la dinámica
urbano-industrial. Vivió procesos colonizadores importantes, caracterizados por
su espontaneidad y clara ausencia del Estado. Colonización hecha “a pulso” por
familias campesinas expulsadas a los confines nacionales por la pobreza y falta
de oportunidades o por la violencia que lleva más de medio siglo ensañada con
el campo. Familias pobres pero emprendedoras que como pocas han forjado a
Colombia, con sus bondades y sus múltiples falencias. Campesinos marginados y
dejados a su suerte en territorios donde las FARC vivían igualmente marginadas
pero armadas.
En el Encuentro de zonas de reserva campesina reunido el pasado fin de
semana en San Vicente del Caguán, estaban los hijos de los colonizadores de los
60 y 70, viviendo el mismo abandono que padecieron sus padres, literalmente
mamados dela guerra pero condenados a navegar peligrosamente entre Farc y
narcotraficantes, a la espera de la acción gubernamental que finalmente les
permita integrarse a la Colombia institucional, con un Estado legítimo que
ofrezca posibilidades crecientes para acceder a los servicios a los que tienen
derecho – salud, educación, vivienda, comunicaciones, cultura – y a que se les
reconozca su ser y derechos como personas y como ciudadanos, para incorporarse
a la modernidad sin con ello perder su alma campesina. Ni arrasados por la
Historia ni marginados de ella.
No conozco un mejor instrumento público para servir de puente entre esas
familias y comunidades colonizadoras, y el Estado con sus normas, garantías y
políticas públicas. Contrario a lo que muchos puedan creer y a la
estigmatización generalizadas, son las Zonas, el mecanismo para lograr que esas
comunidades orbiten finalmente en torno al estado colombiano, alejándose de la
órbita de influencia de las FARC. El tema polarizante de su autonomía, surgió
de los foros agrarios realizados a finales del año pasado y no por iniciativa
de las FARC, y desaparecerá como reclamo campesino en el momento en que el
Estado empiece a cumplir con lo establecido en la ley 160 de 1994 que las creó.
Así de sencillo.
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