![]() |
El final de los años 80 fue tan
dramático como terrible, aun cuando lo peor estaba por venir. Las
elecciones del año 1990 se habían celebrado en medio del exterminio, y
el Presidente elegido, como el país que seguía de pie, era el candidato
sobreviviente.
En medio de esta época turbulenta, la Asamblea Nacional Constituyente
celebró un acto de insurrección que hemos acogido como una de las
constituciones más progresistas del mundo, acaso porque era difícil
soñar algo semejante en aquellos tiempos fatigados por la angustia. No
fue sobre la libertad sino sobre un continuado testimonio de dolor,
sobre el que se consagró este gran pacto social de nuestro tiempo. En él
se lee que la paz hace parte de la vocación del Estado y por eso así lo
consignó, no solo como un derecho (artículo 22), sino como “un deber de
obligatorio cumplimiento”, que desde el Preámbulo se expresa como su
fin esencial (artículo 2), en el entendimiento de que sin la paz no es
posible garantizar el pleno goce del núcleo de los derechos más
fundamentales.
Yo no marcharé por las Farc, ni por el Eln, ni en favor de los
violentos, ni como un voto de impunidad para ninguno de los señores de
esta guerra cruel que nos desangra. Saldré a marchar mañana para honrar
la memoria de las víctimas, de todas las víctimas.
Marcharé para que un día la vocación de nuestro Estado no sea
gastarse su presupuesto en hacer la guerra, sino en la dignificación de
nuestra vida, en un sistema de salud que nos proteja a todos, en una
política de educación universal, en una justicia sabia, expedita, que
tramite nuestros desacuerdos efectivamente.
Marcharé porque la guerra no se hace con la mano en el corazón
gritando “¡Patria!”, no, señores. Es muy fácil hablar de guerra cuando a
la guerra se manda a los hijos de los pobres, mientras los propios
disfrutan del paraíso.
Esta guerra se hace matando y muriendo, y aquí no solo mueren
guerrilleros y criminales. Mueren nuestros soldados, mueren nuestros
campesinos, mueren nuestros niños, muere el campo sembrado de minas,
muere Colombia, y ha muerto, cómo no, nuestra solidaridad con quienes
viven esta guerra todos los días, en el campo, al pie de su casa. Ha
muerto nuestra conciencia de lo urgente que es la paz para quien ha sido
desplazado, ha muerto nuestra lealtad con los que sufren.
El Presidente de la República, quien ha enfrentado esta guerra y ha
tenido verdadero éxito en el campo militar, se ha sentado a buscarle una
salida civilizada, sin concesiones, sin treguas y sin despejes. Y no
será un acuerdo perfecto, ni siquiera será justo, porque no hay manera
de reparar tanto sufrimiento y tanto dolor. Pero será un acuerdo
legítimo mientras juntos, todos, vigilando que así sea, nos aseguremos
de respaldar al Gobierno para que hable fuerte y haga valer ese pacto
constitucional. Para que cuente con la legitimidad para exigir el cese
de las minas, la entrega de los niños reclutados, la libertad de todos
los secuestrados, el fin de la violencia sin sentido, de la que no saben
cómo regresar.
Claro que sí, yo saldré mañana a marchar, y pienso asegurarme de que
me escucharán gritar “¡Basta ya!”, y lo haré porque sé que es la deuda
que tenemos con nuestros hijos, porque no quiero que crezcan agobiados
por el miedo, porque sé que, aunque las posibilidades de paz fueran
remotas, jamás podremos como nación renunciar a la posibilidad de
edificar una sociedad distinta, en donde la libertad y la vida sean
sagradas, y porque esta paz es hoy el gran desafío de esta generación y
no tenemos derecho a rendirnos sin dar nuestra mejor pelea. Salga
conmigo. ¡Hagamos la paz!
Natalia Springer
@nataliaspringer
@nataliaspringer
No hay comentarios:
Publicar un comentario